Navidad, liderazgo y el temor a lo que no comprendemos
Hay algo que ocurre cada diciembre y que no sucede en ningún otro momento del año. No es un fenómeno de mercado, aunque el mercado intente apropiarse de él. No es un acuerdo cultural, aunque atraviese culturas. No es una estrategia publicitaria, aunque se intente monetizar hasta el cansancio. Es un cambio de ambiente. Ese cambio no lo producen los anuncios, ni las luces, ni los regalos. Lo produce la música. Más precisamente, la letra de la música que durante siglos ha anunciado, sin complejos y sin vergüenza, el nacimiento de Jesucristo.
Cuando suena la música navideña —toda ella, desde los villancicos tradicionales hasta las versiones modernas que conservan el mensaje— algo se aquieta. Las personas bajan la guardia. Los gestos se suavizan. Aparece el deseo de compartir, de reconciliarse, de estar juntos. Incluso quienes no profesan la fe cristiana entran, muchas veces sin darse cuenta, en ese mismo espíritu. No es magia. Es teología encarnada en sonido. La música que glorifica a Dios no informa: forma ambiente. Durante unas semanas, el mundo entero canta —consciente o inconscientemente— que Dios se hizo hombre, que la esperanza entró en la historia, que la paz no es una abstracción sino una persona. Ese mensaje, repetido millones de veces, atraviesa resistencias, supera ideologías y crea una atmósfera distinta. No porque todos crean, sino porque todos respiran el mismo anuncio.
Y eso incomoda. Por eso existe una oposición constante. Una lógica que intenta desplazar el centro del mensaje sin prohibirlo abiertamente. No se combate la Navidad; se la distrae. No se niega a Cristo; se lo vuelve irrelevante. La figura de Santa Claus no es el problema en sí mismo, sino lo que representa: una narrativa alternativa que desplaza el foco del sacrificio hacia el consumo, del encuentro hacia el exceso, del hogar hacia la calle, del sentido hacia la apariencia. Es una lógica de mercado que no necesita atacar la fe; le basta con saturar el ambiente con ruido. Regalos sin significado, cenas fuera de casa que evitan el encuentro profundo, agendas llenas que impiden la contemplación. Todo diseñado para que el espíritu que genera la música quede relegado a un fondo decorativo.
Sin embargo, algo resiste. A pesar del marketing, la música sigue haciendo su trabajo.
A pesar del ruido, el ambiente cambia. A pesar de la distracción, la Navidad sigue ocurriendo. Y aquí aparece una lección profunda sobre liderazgo. Lo que transforma no es la imposición, sino el ambiente. Lo que cambia conductas no es el control, sino el sentido compartido. Lo que vence resistencias no es la fuerza, sino la comprensión. Eso mismo es lo que hoy está ocurriendo —o dejando de ocurrir— en las organizaciones frente a la inteligencia artificial.
La IA se ha convertido en una especie de “Navidad tecnológica”. Llega a todos lados, atraviesa sectores, culturas y edades. Produce temor, entusiasmo, rechazo, fascinación. Algunos la celebran sin entenderla; otros la rechazan sin conocerla. Y en medio, la mayoría de las personas percibe un cambio de ambiente, pero no logra explicarlo. El problema no es la tecnología. El problema es la falta de liderazgo para crear el ambiente correcto. Así como la música que alaba a Dios prepara el corazón para comprender la Navidad, el liderazgo prepara a las personas para comprender el cambio. Cuando ese liderazgo falta, aparecen narrativas de miedo, exageraciones, rechazos automáticos y falsas promesas.
Muchas organizaciones están reaccionando ante la IA como el mundo comercial reacciona ante la Navidad: intentando capitalizarla rápido o neutralizarla antes de que incomode. Se habla de eficiencia, de reducción de costos, de velocidad. Pero no se habla de sentido, de propósito, de impacto humano. Se intenta imponer la herramienta sin preparar el ambiente. Y cuando eso ocurre, surge resistencia. No porque las personas sean incapaces, sino porque no comprenden qué se les está pidiendo cambiar. No se les ha explicado el “por qué”, solo el “cómo”. No se les ha mostrado el propósito, solo el riesgo. No se ha generado confianza, solo urgencia.
El liderazgo verdadero entiende algo que la Navidad nos recuerda cada año: el mensaje entra cuando el ambiente está preparado. Dios no irrumpió en la historia con estruendo, sino con anuncio. No impuso su presencia, la cantó el cielo. No forzó corazones, los dispuso. La música fue —y sigue siendo— parte de ese proceso. Una pedagogía espiritual que enseña sin imponer. De la misma manera, la adopción de la inteligencia artificial no puede gestionarse solo desde manuales técnicos o decisiones ejecutivas. Requiere líderes capaces de traducir, acompañar y humanizar el cambio. Líderes que comprendan que la tecnología no transforma por sí sola; transforma cuando las personas encuentran sentido en ella. El rechazo a la IA, como el rechazo al mensaje de la Navidad, no siempre es ideológico. Muchas veces es emocional. Miedo a perder relevancia, a quedar fuera, a no entender. Y el miedo no se combate con discursos, sino con presencia.
Aquí es donde la analogía se vuelve clara: La música navideña no elimina los problemas del mundo, pero cambia la manera en que los enfrentamos. Un liderazgo consciente no elimina la complejidad tecnológica, pero cambia la manera en que las personas la viven.
Ambos trabajan sobre el ambiente.
Ambos apelan al sentido antes que al control.
Ambos entienden que sin comprensión no hay transformación.
La gran diferencia es que, mientras la Navidad sigue anunciándose cada año con fidelidad, muchas organizaciones han olvidado anunciar el propósito de sus decisiones. Se limitan a ejecutar. Y cuando se ejecuta sin anunciar, se rompe el vínculo. Este tiempo nos ofrece una oportunidad singular. No solo para celebrar el nacimiento de Cristo, sino para aprender de la manera en que su mensaje sigue transformando ambientes siglos después. Para recordar que lo que cambia al mundo no es el ruido, sino la verdad repetida con coherencia. No es el exceso, sino el significado. No es la imposición, sino el anuncio.
La Navidad nos recuerda que el liderazgo auténtico no distrae del centro, sino que lo revela. Y que toda transformación duradera —espiritual, cultural o tecnológica— comienza cuando alguien se atreve a preparar el ambiente correcto para que el mensaje sea escuchado. Ese sigue siendo el desafío. En la fe. En las organizaciones.
Y en el mundo que estamos construyendo.