Cuando liderar no gusta: el silencio honesto del poder
En una cultura que glorifica el liderazgo, confesar que no te gusta liderar parece casi una herejía. Desde la escuela hasta la política, se nos enseña que “ser líder” es sinónimo de éxito, y que dirigir personas es la cima natural de toda carrera. Pero ¿qué ocurre cuando, tras alcanzar esa cima, alguien descubre que el aire ahí arriba es más solitario de lo que imaginaba? El liderazgo, más que un título, es una carga emocional, moral y humana. Y no todos la desean. No todos disfrutan del peso de decidir por otros, de sostener conflictos, de inspirar en días grises o de convivir con la soledad del mando. Lo paradójico es que muchos llegan a posiciones de autoridad no porque aman liderar, sino porque no supieron decir que no.
En el mundo laboral e institucional, se ha instalado una creencia peligrosa: que ascender equivale a evolucionar. Un profesional competente, eficaz y confiable suele ser promovido sin preguntarle si realmente quiere dirigir. El sistema asume que quien ejecuta bien, también sabrá liderar bien. Pero no es así. La gestión de personas no se aprende por ósmosis ni por decreto; exige vocación, formación emocional y un deseo genuino de acompañar procesos humanos, no solo de controlar resultados. Por eso, uno de los mayores actos de madurez profesional consiste en responder con honestidad a una pregunta: ¿Deseo liderar o simplemente quiero que me reconozcan?
Liderar implica exposición, incertidumbre, conflicto y fatiga moral. Exige convivir con la duda y tener la valentía de actuar aun cuando nadie garantiza que se tiene razón.
Un verdadero líder no se esconde detrás del escritorio ni delega la empatía a sus subordinados. Sale, escucha, pregunta, acompaña. Si alguien se siente más cómodo aislado, evitando conversaciones difíciles o temiendo perder aprobación, quizás no desea liderar: desea permanecer seguro. Pero la seguridad y el liderazgo rara vez habitan en la misma casa.
No hay liderazgo sin autenticidad. Si dirigir personas no te gusta, dilo. No hay vergüenza en reconocerlo. La honestidad de un profesional que admite no disfrutar la dirección vale más que el desgaste de un líder ausente que nunca lo confiesa. Liderar sin vocación termina hiriendo a todos: a quien lo ejerce, porque vive con culpa, y a quienes lo siguen, porque sienten la indiferencia. Admitir que no te gusta liderar no te hace débil; te hace honesto. La verdadera madurez no consiste en ocupar un cargo, sino en reconocer el lugar donde puedes servir mejor.
Quien decide liderar asume una tarea que trasciende la técnica. No basta con saber; hay que formarse interiormente. Liderar requiere presencia —estar disponible para los demás—, valentía para sostener conversaciones difíciles, humildad para aprender de los errores y una profunda vocación de mentoría.
El liderazgo genuino no se impone: se acompaña. El líder no “manda”: enseña, guía y sostiene.
Y eso exige una disposición emocional que no todos poseen o desean desarrollar. Liderar sin amar el crecimiento de las personas es como enseñar sin creer en los alumnos: se convierte en un acto mecánico, sin alma ni propósito.
Guatemala, como muchas sociedades, arrastra estructuras jerárquicas que premian la obediencia más que la autenticidad. Se asciende por lealtad política, no por vocación de servicio. Se nombra a jefes que no disfrutan dirigir, pero que tampoco saben retirarse. El resultado es un liderazgo burocrático, más preocupado por mantener control que por generar desarrollo. La verdadera crisis de liderazgo no es la falta de talento, sino la abundancia de líderes sin deseo genuino de liderar.
Liderar no siempre se elige. A veces la responsabilidad nos elige a nosotros. En esos casos, la pregunta no es si nos gusta, sino si estamos dispuestos a aprender. El liderazgo puede ser aprendido, pero solo florece si se alimenta con sentido. No se trata de renunciar al desafío, sino de reconciliar el deber con el querer. De redescubrir placer en el servicio, gozo en la mentoría, sentido en la incomodidad. El día en que el líder vuelva a encontrar belleza en guiar, y no solo carga, habremos recuperado la esencia del liderazgo humano.
Quizás el futuro del liderazgo no está en multiplicar jefes, sino en formar personas que sepan decir la verdad, incluso sobre sí mismas. La honestidad de quien confiesa “no me gusta liderar” puede ser el inicio de una revolución ética: la del liderazgo consciente, donde nadie dirige por obligación ni calla por miedo. Liderar no es un mandato universal; es una vocación.
Y si algún día descubres que no te gusta, no te avergüences: tal vez no naciste para mandar, sino para inspirar desde otro lugar. Porque el mundo también necesita buenos profesionales, colaboradores leales y ciudadanos lúcidos que, sin querer el poder, terminan iluminándolo con su ejemplo.