Opiniones – Rudy Gallardo

Liderar el cambio, el arte de mover voluntades antes que estructuras

El cambio nunca comienza en los sistemas; comienza en las conciencias.  Esa es la parte que muchos líderes ignoran. Quieren transformar procesos, organigramas, normativas… pero no transforman la cultura, ni el espíritu, ni la energía humana que sostiene todo lo demás. Y sin personas movilizadas, cualquier reforma termina convertida en trámite, y cualquier innovación, en eslogan.  Es aquí donde los principios de Kotter vuelven a tener una vigencia casi profética. No son técnicas administrativas; son meditaciones sobre la condición humana. Porque gestionar el cambio no es mover piezas: es mover voluntades.

El primer paso no es un plan, es un despertar. Kotter lo llama “establecer urgencia”, pero en realidad significa romper el hechizo de la complacencia. Una organización adormecida puede tener recursos, talento y oportunidades, pero mientras crea que “no pasa nada” o que “todo está bien”, no habrá transformación. La urgencia verdadera no nace del miedo, sino de la conciencia: algo profundo debe cambiar, y debe cambiar ahora.  Pero ningún líder cambia solo.

El segundo principio —crear una coalición guía— es un recordatorio incómodo: no basta con tener razón, hay que tener equipo. Los grandes cambios no los logran las inteligencias brillantes en solitario, sino las voluntades alineadas en comunidad. En un país como Guatemala, tan fragmentado por intereses, ideologías y recelos, la coalición es más que estrategia, es reconciliación operativa.  Cuando la gente está dispuesta a moverse, entonces sí se puede hablar de visión.  No de frases aspiracionales, sino de una dirección clara que oriente esfuerzos dispersos. En tiempos de ruido, la visión es el silencio que ordena. Es la luz sobre el mapa. Una organización que no define hacia dónde va, termina desgastándose en un movimiento frenético inútil.  Pero la visión no sirve si se esconde.  Hay que comunicarla. Comunicar no es enviar un memorando ni hacer una presentación; es lograr que otros la sientan propia. El verdadero liderazgo no informa, inspira. Para vencer el escepticismo y alinear comportamientos, la visión debe encarnarse en los gestos, decisiones y palabras del líder. De nada sirve anunciar un futuro distinto si el presente se dirige igual que siempre.

Luego viene la parte difícil: eliminar obstáculos.  Aquí aparecen las sombras del liderazgo —rigidez, ego, miedo, resistencia, control— disfrazadas de política institucional o de “así se ha hecho siempre”. Los obstáculos no son solo estructuras, sino corazones que no quieren soltar el pasado. Un líder transformador sabe que derribar barreras implica confrontar, escuchar, negociar y, a veces, incomodar. Sin embargo, no todo cambio se sostiene solo con visión; necesita evidencia.  Las victorias cortas no son triunfos menores, son señales. Demuestran que el rumbo es posible, silencian a los críticos y animan a quienes dudan. En organizaciones heridas por fracasos previos, estas pequeñas conquistas son respiración asistida, devuelven vida.

La verdadera gestión del cambio no solo mantiene el impulso, lo acelera. Cuando una comunidad empieza a creer, el líder debe aprovechar esa energía para profundizar las transformaciones, no para celebrar prematuramente. Cada avance abre la puerta a un cambio mayor. Quedarse quieto es retroceder; detenerse es perder fe.  Pero el punto decisivo llega al final: anclar el cambio en la cultura.  Allí donde los valores se vuelven hábitos y los hábitos se vuelven forma de vida. Nada cambia de verdad hasta que cambia la cultura. Un proceso, un reglamento o un proyecto pueden modificarse; una cultura transformada es irreversible.

En últimas, liderar el cambio es un acto espiritual. Requiere humildad para reconocer lo que ya no sirve, valentía para dejarlo ir y sabiduría para construir lo nuevo.  No se trata de empujar estructuras, sino de inspirar conciencias.  No se trata de administrar crisis, sino de despertar propósito.  No se trata de imponer, sino de invitar.

El cambio profundo —el que transforma instituciones y naciones— nace cuando alguien decide que es mejor incomodar que estancarse, mejor preguntar que repetir, mejor despertar que dormir.  Y cuando un líder consigue que otros también lo crean, entonces, y solo entonces, el cambio deja de ser plan… y se convierte en destino.