Tecnología y planificación para la seguridad vial
El gobierno de Guatemala, al imponer la obligatoriedad de un seguro de daños a terceros para todos los vehículos, ha desatado una polémica que va más allá de la simple regulación. Esta medida, aunque en apariencia busca proteger a los ciudadanos y ser razonable en términos de responsabilidad civil, en la práctica representa una violación a los derechos constitucionales de los ciudadanos; revelando de esta manera una falta de planificación y una desconexión con la realidad socioeconómica del país. Además, plantea interrogantes sobre la eficacia de centrarse en medidas reactivas en lugar de preventivas.
La Constitución Política de la República de Guatemala es clara en su protección a los derechos fundamentales. En su artículo 5 establece que “nadie podrá ser obligado a hacer lo que la ley no manda ni privado de lo que ella no prohíbe”, dejando en evidencia que el Estado no puede imponer la compra de un servicio de forma obligatoria. Esta disposición subraya la importancia de la libertad individual y la autonomía de los ciudadanos en la toma de decisiones que afectan su patrimonio. La imposición de un seguro obligatorio puede interpretarse como una vulneración de este principio, al forzar a los propietarios de vehículos a adquirir un servicio que debería ser de elección personal.
Más allá de la evidente violación constitucional, el problema central radica en la desconexión entre el gobierno y la realidad socioeconómica del país. En una nación donde más del 70% de la economía opera en la informalidad y el acceso al crédito es sumamente limitado, imponer un gasto obligatorio sin antes garantizar alternativas accesibles y viables es una política irresponsable y desconsiderada. En lugar de obligar a los ciudadanos a contratar un seguro mínimo contra terceros, una estrategia más lógica y equitativa sería fomentar el acceso a seguros con cobertura total, que brindarían un beneficio real tanto al asegurado como a terceros, garantizando una mayor protección y seguridad financiera en caso de accidente.
Existen otras soluciones administrativas mucho más eficientes que no recurren a la imposición arbitraria. Una de ellas es la creación de un sistema voluntario que permita a los conductores acceder a seguros mediante incentivos fiscales o descuentos progresivos, facilitando la transición hacia una cultura de aseguramiento sin que esto suponga un golpe económico para los sectores más vulnerables. Otra alternativa viable es la implementación de un fondo de compensación financiado con un porcentaje del impuesto de circulación vehicular, asegurando así la cobertura de daños a terceros sin forzar a cada individuo a contratar un seguro de manera coercitiva. Este modelo trasladaría la responsabilidad de protección a una estructura estatal eficiente, en lugar de imponer una carga desproporcionada sobre los conductores.
Sin embargo, bajo el esquema actual, el ciudadano se ve obligado a destinar su dinero a un producto que no le proporciona ningún beneficio directo. En lugar de fortalecer su seguridad financiera o brindarle mayor protección ante incidentes viales, el seguro obligatorio solo lo protege de las sanciones económicas impuestas por el mismo gobierno, convirtiéndose en una medida punitiva disfrazada de regulación.
Según datos del Observatorio Nacional de Seguridad del Tránsito, en 2023, por cada 1,000 automóviles en Guatemala, aproximadamente 2.3 estuvieron involucrados en un accidente de tránsito. Considerando que el parque vehicular del país asciende a 5.3 millones de vehículos, de los cuales el 46.8% son motocicletas, se puede inferir que una proporción significativa de vehículos no se ve involucrada en accidentes anualmente. Esta estadística plantea la cuestión de si es justificable imponer a toda la población la obligación de contratar un seguro, cuando la incidencia de accidentes es relativamente baja.
En lugar de centrarse en medidas que obligan a los ciudadanos a prepararse para las consecuencias de los accidentes, el gobierno podría adoptar un enfoque más proactivo, utilizando la tecnología para prevenir estos incidentes. Por ejemplo, la implementación de sistemas de asistencia al conductor, como el frenado automático de emergencia y el control de estabilidad electrónica, ha demostrado reducir significativamente la tasa de accidentes en países que han adoptado estas tecnologías. Además, la instalación de cámaras de fotodetección en puntos estratégicos de las carreteras puede disuadir comportamientos imprudentes y mejorar la seguridad vial.
La inversión en infraestructura inteligente, como semáforos equipados con sensores que ajustan los tiempos de luz según el flujo del tráfico, también puede contribuir a la reducción de accidentes. Estas medidas, basadas en la prevención y el uso de tecnología avanzada, no solo alinean al país con las tendencias globales en seguridad vial, sino que también respetan la libertad de elección de los ciudadanos y promueven una cultura de responsabilidad y precaución en las vías.
El problema de fondo no es la existencia de un seguro vehicular, sino la manera en que se ha impuesto. Las políticas públicas deben diseñarse con sentido común, evaluando su impacto y garantizando la participación ciudadana en su desarrollo. De lo contrario, no solo suscitan dudas desde el punto de vista constitucional, sino que también reflejan una estrategia centrada en la reacción en lugar de la prevención. Un gobierno verdaderamente comprometido con la seguridad de sus ciudadanos debería priorizar la implementación de tecnologías y políticas que eviten los accidentes, en lugar de enfocarse únicamente en mitigar sus consecuencias. Pretender que el ciudadano acate una normativa solo porque se decretó es una visión obsoleta y peligrosa, que solo genera más conflictos en lugar de soluciones.