La fragilidad de la identidad en la era de la IA
En estos días, las redes sociales han sido un hervidero de transformaciones digitales, donde los rostros de la gente se han metamorfoseado en encantadores personajes dignos de un cuento animado. Esta moda, bautizada como «Ghibli AI» —una varita mágica tecnológica que toma una fotografía común y la reviste con el entrañable estilo de las películas del aclamado Studio Ghibli—, ha logrado encender la chispa de la imaginación en millones de personas. Aplicaciones como EPIK y otras hermanas digitales, valiéndose del ingenio de la inteligencia artificial, convierten nuestras selfies en versiones caricaturescas, imbuidas de magia y con un toque artístico único.
A primera vista, todo esto parece un simple juego, una fuente de entretenimiento pasajero. Sin embargo, para una parte considerable de la población, este fenómeno ha sembrado una semilla de inquietud: ¿estamos, acaso, entregando inadvertidamente nuestros rasgos biométricos a una inteligencia artificial que, en un futuro no muy lejano, podría utilizarlos en nuestra contra?
Estas interrogantes no son precisamente nuevas; de hecho, han acompañado cada paso significativo del avance tecnológico. No obstante, con cada nueva innovación, estas preguntas resurgen con una intensidad renovada. Y es completamente válido cuestionarse: ¿cuán tangible es realmente este riesgo?, ¿hasta qué punto estamos siendo víctimas de una paranoia infundada? Y, lo que es aún más crucial: ¿cómo deberíamos actuar como ciudadanos ante esta nueva realidad que se despliega ante nuestros ojos?
En primer lugar, es fundamental comprender una verdad ineludible: las imágenes de nuestros rostros sí albergan información biométrica valiosa. Nuestro rostro es una marca de identidad tan única e intransferible como lo son nuestra voz o nuestra firma manuscrita. Y sí, es cierto: cada imagen que decidimos compartir en estas plataformas digitales tiene el potencial de ser utilizada, en ciertos escenarios, para alimentar y entrenar modelos de inteligencia artificial. Estos modelos, a su vez, aprenden a generar rostros con similitudes asombrosas, a interpretar las sutilezas de nuestras emociones e incluso a identificar a individuos específicos. Sin embargo, la magnitud del riesgo no depende exclusivamente de la sofisticación de la tecnología en sí, sino más bien de las condiciones de uso que tácitamente aceptamos —casi siempre sin dedicarles una lectura detenida— en el momento en que descargamos estas aplicaciones a nuestros dispositivos. La gran mayoría de las aplicaciones modernas incluyen en sus extensos términos y condiciones cláusulas que les otorgan permiso para utilizar nuestras fotografías en el entrenamiento de sus algoritmos, para compartirlas con terceras partes o incluso para almacenarlas indefinidamente en sus vastos archivos digitales. Es precisamente aquí donde reside el verdadero meollo del asunto: no es que la inteligencia artificial, por sí misma, esté «robando» nuestra identidad; más bien, somos nosotros quienes, sin plena conciencia de nuestros actos, le concedemos la llave para hacerlo.
En naciones que cuentan con marcos regulatorios avanzados, como los países miembros de la Unión Europea, este tipo de prácticas serían consideradas ilegales a menos que exista un consentimiento explícito, informado y con limitaciones claras por parte del usuario. Desafortunadamente, en Guatemala aún no disponemos de una legislación robusta que proteja nuestros datos biométricos con la firmeza que la situación demanda. De ahí la apremiante necesidad de abrir un diálogo profundo y significativo sobre estos temas cruciales. Es cierto que muchos argumentarán que ya es demasiado tarde para preocuparse, esgrimiendo la omnipresencia de gigantes tecnológicos como Facebook, que ya poseen vastas colecciones de nuestras fotografías y un conocimiento detallado de nuestros gustos, nuestra ubicación y nuestros círculos familiares. Y en cierta medida, esta afirmación no carece de fundamento.
Durante años, hemos estado construyendo, ladrillo a ladrillo digital, perfiles en línea que alimentan estos colosales sistemas de datos. Sin embargo, existe una diferencia cualitativa significativa entre que una plataforma como Meta almacene nuestras fotos como parte de una red social y que un modelo de inteligencia artificial tenga la capacidad de recrear nuestro rostro con una fidelidad asombrosa, de clonar nuestra voz con una precisión inquietante o de generar videos manipulados, conocidos como deepfakes, a partir de nuestra imagen. Los filtros que nos transforman en personajes Ghibli, los avatares con el sello distintivo de Pixar, las voces sintéticas generadas por IA o los videos de «personas que no existen» comparten un denominador común: todos ellos se nutren de datos biométricos para aprender y replicar patrones inherentes a nuestra identidad. Si no se establecen regulaciones claras y estrictas sobre cómo se almacenan estos datos, durante cuánto tiempo, con qué propósitos específicos y con qué nivel de seguridad, se abre una peligrosa puerta a usos indebidos que podrían abarcar desde el fraude digital sofisticado hasta el chantaje emocional o incluso el espionaje encubierto.
Esto no implica, por supuesto, que cada selfie que compartimos en línea será utilizada con intenciones maliciosas. No obstante, sí nos exige desarrollar una profunda conciencia sobre qué información estamos cediendo y a quién, especialmente cuando lo hacemos impulsados por la diversión momentánea, sin detenernos a sopesar las posibles implicaciones a largo plazo.
Una de las derivaciones más inquietantes del uso indiscriminado de nuestras imágenes personales es, sin duda, la creación de deepfakes. Estos videos o audios manipulados con inteligencia artificial tienen la capacidad de hacer creer que una persona dijo o hizo algo que en realidad nunca ocurrió. A nivel global, los deepfakes ya han dejado su huella en campañas políticas, fraudes bancarios e incluso en la producción y difusión de pornografía no consentida. Esto no es un guion sacado de una película de ciencia ficción; la realidad es que basta con tener acceso a unas cuantas fotografías, un video de referencia o muestras de voz de una persona para crear contenido falso que resulta extremadamente difícil de distinguir de la realidad. Esta situación nos obliga a trascender el simple debate sobre si es «divertido» o no utilizar estas aplicaciones. El verdadero punto neurálgico es que la línea divisoria entre lo lúdico y lo potencialmente peligroso se vuelve cada vez más tenue y borrosa cuando no existen regulaciones claras y cuando la ciudadanía no cuenta con la información necesaria para tomar decisiones informadas.
Desde mi experiencia escribiendo «Protegiendo la Identidad», uno de los principios fundamentales que propongo es que la identidad humana debe ser considerada como un derecho público inalienable, y no meramente como un dato susceptible de ser explotado en el mercado. Y esto incluye, sin lugar a dudas, nuestras representaciones digitales: nuestro rostro, nuestra voz, nuestros patrones de comportamiento en línea. Por esta razón, la clave para navegar en esta nueva era digital radica en informarnos diligentemente, en exigir a nuestros representantes la creación de marcos regulatorios efectivos y en actuar con responsabilidad tanto a nivel personal como colectivo.
Aquí presento algunas recomendaciones básicas para enfrentar esta nueva era tecnológica no con paranoia, sino con un criterio bien fundamentado:
- Lee detenidamente los términos de uso antes de cargar tu imagen en cualquier aplicación. Si alguna parte te resulta confusa, busca versiones simplificadas o consulta reseñas de fuentes confiables.
- Desactiva la función de reconocimiento facial en tus redes sociales si no la utilizas de manera activa. Esto dificulta que terceros puedan vincular tu rostro a bases de datos no autorizadas.
- Opta por aplicaciones de confianza y sé cauteloso con aquellas que solicitan acceso innecesario a tu galería de fotos o a tu lista de contactos.
- Evita compartir fotografías de menores utilizando estas herramientas. Los niños no tienen la capacidad legal para otorgar su consentimiento, y sus rostros no deberían formar parte de ningún entrenamiento de inteligencia artificial sin una supervisión adulta rigurosa.
- Participa activamente en los debates públicos relacionados con la identidad digital, la regulación de la inteligencia artificial y la ciberseguridad. Tu voz como ciudadano tiene un peso significativo.
Mientras el mundo avanza en la construcción de marcos regulatorios para la inteligencia artificial, en Guatemala aún no contamos con una ley específica que regule su uso, proteja nuestros datos personales o garantice un consentimiento informado en el entorno digital. La Unión Europea, por ejemplo, ya ha dado un paso firme al aprobar el Reglamento de Inteligencia Artificial, que establece una clasificación de los usos de la IA según su nivel de riesgo, prohibiendo aquellos que se consideran una violación de los derechos fundamentales. Asimismo, existen normativas específicas sobre la protección de datos sensibles, como la biometría, en países como Canadá, Brasil y México. En nuestro país, urge la promulgación de una Ley de Protección de Datos Personales que reconozca el carácter único, intransferible y protegido de nuestra identidad, tanto en el plano físico como en el digital. También se necesita una ley robusta de ciberseguridad, la creación de una autoridad independiente que supervise el uso de la inteligencia artificial y el desarrollo de una agenda nacional de ética tecnológica. Sin estas herramientas esenciales, estamos permitiendo que los intereses privados dicten los límites de lo que se puede hacer con nuestros rostros, nuestras voces y nuestros datos personales.
La inteligencia artificial no es, inherentemente, nuestra enemiga. Es una herramienta poderosa que, utilizada y regulada de manera ética y responsable, tiene el potencial de enriquecer nuestras vidas de innumerables maneras. Sin embargo, al igual que cualquier herramienta poderosa, también puede volverse peligrosa si se utiliza sin control, sin principios éticos y sin normas claras que guíen su aplicación. Por esta razón, más allá del atractivo de un filtro divertido o de la novedad de un avatar personalizado, este tema nos confronta con una cuestión fundamental: la soberanía sobre nuestra propia identidad en el vasto y complejo mundo digital. No se trata simplemente de una imagen; se trata de lo que esa imagen puede desencadenar en un mundo donde los algoritmos tienen una memoria implacable y donde los datos se han convertido en una forma de poder, recordando que todo lo que se comparte en internet tiende a permanecer allí. Informarse, protegerse activamente y exigir mejores regulaciones es el camino a seguir. Porque, al final del día, nuestra identidad —tanto digital como humana— es el bien más preciado que poseemos. Y protegerla no es un acto de paranoia, sino una manifestación de sentido común.